Cuando aún éramos tiernos recorridos,
y pasábamos ajenos
—yo ya en ti; tú ya en mi rostro—,
sin el turbio estar pendientes
de los ogros en los ojos
del de en frente.
Cuando aún tomabas tiempo en detenerte
en la estufa de mis hombros,
mucho antes de entregar mis omoplatos
al destino indiferente
—al sentir que no haya manos caldeando la inclemencia—.