Te ofrezco un lunes
—estricto—,
anclado a la sencilla pesadumbre;
borroso y quieto,
que apenas te remarque la impresión
de estar a ciegas
en este deambular entre cortinas desecadas.
Te cedo el lunes,
como algo que tuvieras merecido
si acaso me imagino el menosprecio a la dulzura
del quedarse agazapado por rincones
de las horas que cautiven.
También me esperaba un lunes —lo entiendo—,
y entonces decidí no posponerlo y soporté a los negociantes
de las sombras
en los tantas veces lunes.
Anuncié que te lo daba
—sencillo—,
como horas que se claven en la suerte de aclamarlas
—todas—.
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